miércoles, 19 de agosto de 2015

Islas lingüísticas.



Las lenguas que habitan el mundo, al igual que las personas, generalmente no vienen en un vacío histórico o social. Todas tienen alguna red, una conexión con otras lenguas. Sabemos bien, por ejemplo, que el español tiene lenguas hermanas, algunas muy cercanas como el gallego y el portugués y otras más lejanas como el catalán, el italiano o el rumano. Esa relación está basada en su ancestro común el latín, que a su vez compartía el árbol genealógico del helénico de donde proviene, por ejemplo, el griego moderno y del germánico de donde se desprenden, en ramas muy diversas, el inglés, el danés, el yidish y el plautdietsch o bajo alemán que hablan actualmente los menonitas de Chihuahua. Las lenguas abuelas de nuestro español tenían como hermanas a las abuelas del actual armenio, y de una rama que se desprendió hacia el oriente surgieron las lenguas indo-arianas, algunas de cuyas nietas vivas actuales son, por ejemplo, el persa, el punjabi y el bengalí. La raíz más profunda de este gigantesco árbol genealógico es el indoeuropeo, una lengua que surgió hace unos 6000 años en la estepa póntica al norte del Mar Negro y del Cáucaso aunque una hipótesis alternativa sitúa sus orígenes en la actual Turquía entre 8000 y 9500 años atrás (Bouckaert et al. 2014). Según datos de ethnologue.com, el 46.46% de los hablantes del mundo hablan una lengua de la familia indoeuropea.
¿Qué relaciones de parentesco se pueden establecer entre las lenguas habladas en nuestro territorio nacional? Bueno, tomemos como ejemplo a lo que históricamente hemos denominado «zapoteco» y «mixteco», que, como aclaramos en una entrega anterior, no son lenguas, sino agrupaciones lingüísticas, es decir, conjuntos de lenguas muy cercanas entre sí, o variantes lingüísticas. Esas dos agrupaciones lingüísticas que tomamos como ejemplo tienen un mismo ancestro y por ello se las clasifica como lenguas otomangues. El náhuatl, hasta donde se sabe, no comparte un ancestro con ellas. Con sus más de treinta variantes actuales, el náhuatl pertenece a otra familia lingüística, y comparte un ancestro con las agrupaciones cora, tarahumara, huichola y pápago, entre otras. Se le llama «familia yutonahua» porque, como muchos de nosotros, tiene parientes del otro lado del Río Bravo sólo que los parientes del náhuatl emigraron en sentido inverso a como lo hacen los mexicanos actuales: de norte a sur. El nombre de la familia evoca a la lengua ute (la misma que le da su nombre al estado de Utah) y que a su vez tiene como hermanas a las lenguas numic que se extienden por la Gran Cuenca y la ribera del Río Colorado hasta el estado de Oregon (Suárez 1983). El náhuatl es más primo del hopi que del zapoteco, por ejemplo. Otra familia de abolengo es la maya, con parientes a uno y otro lado del Suchiate: el maya yucateco es, sin duda, la que tiene más hablantes actualmente y es genéticamente más cercana al lacandón de Chiapas del que se separó apenas hace unos 400 años, que a su pariente mam de Guatemala. Las ramas que dieron origen al chol, tseltal, chuj y q’anjob’al, por un lado, y al mam y el quiché, por otro, se separaron entre el 1500 y el 1000 a.C. (Pérez Suárez 2004), es decir, más o menos en el tiempo en que del indoeuropeo se separaban las ramas celta e itálica que dieron origen, respectivamente, al irlandés antiguo y al latín (Slocum 2014). En total, el INALI consigna 11 familias lingüísticas en México, que comprenden a las 68 agrupaciones lingüísticas del país, y se pueden consultar aquí: http://www.inali.gob.mx/clin-inali/.
En esa lista de familias lingüísticas de México, hay algunas cuyo único miembro es una agrupación lingüística sin más relaciones genéticas: el purépecha de Michoacán, el huave, el seri y el chontal de Oaxaca. Los misteriosos orígenes de estas lenguas han sido objeto de especulación a la que no pienso abonar ahora, y dado que ninguna hipótesis al respecto se ha podido comprobar, quedan clasificadas como lenguas aisladas. Baste decir que entre el purépecha y el resto de las lenguas de México se ha probado la misma relación histórica que hay entre el purépecha y cualquier lengua del mundo, a saber: ninguna. Hasta donde sabemos, hay más relación genética entre el español y el bengalí que entre el purépecha y el mazahua del Estado de México, que es su vecino contemporáneo.
Del mismo modo que los orígenes del indoeuropeo han sido objeto de revisiones recientes, la historia completa de las lenguas mexicanas y sus orígenes está todavía por escribirse y re-escribirse. Pero lo poco o mucho que sabemos hasta ahora nos enfrenta a un mapa en el que los caminos no son más fascinantes que las lagunas. La historia de las lenguas es la historia de los pueblos que las hablan, de sus andares, sus alianzas, intercambios y aversiones. Las lenguas aisladas tienen, desde luego, rastros de contacto con sus lenguas vecinas. Por ejemplo, en purépecha las palabras como cómo, quién, cuánto, dónde empiezan con ne o na: ná, né, namúni, náni, excepto por la palabra «cuándo»: kani. Esta ruptura en el paradigma y la similitud de esta palabra con las palabras interrogativas del náhuatl clásico, como kanin «dónde», sugieren que se trata de un préstamo. Las lenguas aisladas, pues, no son lenguas solitarias, solamente son islas en la historia. El misterio que las rodea es sólo del tamaño de lo que ignoramos. Quizás en unas decenas de años, con más investigación no sólo lingüística, sino transdisciplinaria, de la mano de historiadores, arqueólogos y biólogos, sabremos trazar el camino que nos lleve a ellas desde tierra firme.

Violeta Vázquez Rojas Maldonado
http://blog.cuadrivio.net/columnas/kermes-linguistica/islas-linguisticas/