sábado, 27 de julio de 2013

Un nuevo mito llamado Francisco.



El 13 de marzo de 2013 a las 19.06 (hora local) se abrieron las cortinas del balcón de la Basílica de San Pedro en el Vaticano y nació un nuevo héroe argentino. Sin las habilidades hipnóticas del gambeteo de un futbolista cargado de talento, sin la embriaguez revolucionaria de un médico devenido guerrillero y sin el timbre de voz de un zorzal criollo, Jorge Mario Bergoglio –ex técnico químico nacido el 17 de diciembre de 1936 en el barrio porteño de Flores y hasta entonces arzobispo de Buenos Aires– en un solo acto transmutó de un simple hombre de 206 huesos y 50.000 millones de células en algo más que humano, en un ídolo, aunque no en la acepción light de esta palabra que usamos todos los días sino en aquella que refiere a una “figura de un dios al que se adora”, a la que se le rinde culto ciegamente. En un solo instante, el panteón nacional que engalana la mitología argentina –Gardel, el Che, Evita, Maradona, Messi– se amplió, sumó un nuevo integrante, como si el ADN argentino –una entidad tan real como el unicornio– probara tener algo especial. Otra vez.
No importaron las distancias, los doce mil kilómetros que separan al Vaticano de la Argentina: dos fuerzas extremas y durante décadas vapuleadas en silencio, el fanatismo religioso y el nacionalismo, se combinaron alrededor del nuevo CEO de la institución –corporación– más antigua del mundo, la Iglesia Católica.
No importa si se es católico, ateo, agnóstico, seguidor de otras religiones o extraterrestre: nadie puede negar el fenómeno social complejo desatado a nivel mundial y local desde aquel día, desde aquel momento por el nombramiento del primer papa argentino, el papa Francisco.
Desde marzo pasado, la papamanía –un furor que adopta las formas más insospechadas y creativas del fanatismo– se instaló en el paisaje urbano, en el ecosistema mediático y personal con la misma fuerza invasiva de una marea simbólica: desde la multiplicación del merchandising papal –banderines, gorros, remeras, tazas, fundas para almohadas, pósteres, prendedores, estampitas, libros (y la lista sigue)–; gigantografías en edificios de la Avenida 9 de Julio; canciones como El Cristo de la villa de grupos de nombre-catástrofe como Diluvio Tropical al bombardeo mediático y publicitario de diarios y noticieros que, con la vocación de aumentar sus ventas y audiencia, repitieron al extremo lemas como “el papa de todos”, “el papa es nuestro”, “Dios es argentino y el papa también”, “el papa de la gente”. Y más, hasta el cansancio en fascículos, suplementos y secciones especiales con figuritas de regalo para el lector ferviente y deseoso de tener a su nuevo ídolo, verlo, tocarlo, rezarle, besarlo todos los días mediados por el papel del póster, el cartón pintado de la estampita.
“Los medios fueron generando un fuerte clima de suspenso y misterio –indica el psicoanalista Sergio Rodríguez–. Luego, la multitud de banderas argentinas agitadas en la Plaza de San Pedro a partir del anuncio de la elección, fue trasladada televisivamente y en tiempo real al planeta en su conjunto. Bergoglio, pantallas mediante, dejó de ser tal para convertirse en el papa Francisco. Inmediatamente se alborotaron en Argentina, religiosos y no religiosos. La fantasía que los medios cultivaron con entrevistas a la hermana de Bergoglio fue la de que cualquier familia católica de nuestro país podía llegar a tener un hijo que accediera al papado.” El catolicismo, tan herido por los escándalos de corrupción y abuso sexual a menores de los últimos años, salió del armario, aquel que para otro sector de la sociedad pretende mantener cerrado con candado. Como se vio minutos después del nombramiento papal –y como se verá a partir del martes y hasta el 28 de julio en Río de Janeiro, en ocasión de la primera visita de Francisco al continente a propósito de su presencia en la Jornada Mundial de la Juventud de la que participarán 42.500 peregrinos argentinos–, retomó las calles ya no como un culto privado, una moral particular, sino como una forma de ser, estar y ver el mundo, una cosmología militante.
En una época hasta ahora marcada por el avance trepidante de la secularización, de intentos de apostasía colectiva (más de cien mil católicos apostataron en Austria y Alemania en 2010 tras los escándalos de los abusos a menores por representantes de la Iglesia), en tiempos de templos y parroquias puestas a la venta en Alemania por sequía de feligreses y en la que la ciencia y la tecnología moldean y dirigen el mundo, la intensificación de la visibilidad del catolicismo en la esfera pública instalada desde marzo –el llamado “efecto Francisco”– les permite a sociólogos, psicoanalistas y antropólogos tomarle el pulso –en vivo y en directo– a un fenómeno siempre tan complejo como el de la religiosidad popular. Les da la oportunidad de rastrear con avidez comportamientos, rituales, signos, prácticas, narrativas en plena efervescencia y circulación.

Símbolos y celebridad
Desnudos y en solitario, los números no dicen nada. Pero analizados en su contexto sirven para divisar un panorama, para armar algo así como una cartografía provisional y siempre dinámica de un fenómeno. Según el Anuario Pontificio 2012 –una especie de directorio del Vaticano–, hay unos 1.196 millones de católicos en todo el planeta, algo así como el 17,5% de la población mundial; de ellos, uno de cada cuatro procede de América Latina. Sin embargo y al mismo tiempo, unas 1.100 millones de personas afirman no identificarse con ninguna de las diez mil religiones existentes, de acuerdo a rastrillaje realizado por el think tank estadounidense Pew Research Center.
En la Argentina, no existen estadísticas oficiales, como en otras tantas prácticas cotidianas y visibles. La Iglesia Católica asegura que un 88 por ciento de los 40 millones de habitantes son católicos. Aunque un estudio realizado por el Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (Conicet) muestra otra imagen: la cifra se ubicaría en realidad en torno a un 76 por ciento, poco más de 31 millones de fieles. Los investigadores que llevaron a cabo la primera encuesta sobre creencias y actitudes religiosas en Argentina, como el sociólogo Fortunato Mallimaci, por ejemplo, advirtieron que casi el 25 por ciento de las personas que viven en el país no se dicen católicas. O, también, que hay más personas indiferentes en cuanto a la religión –el 11,3 por ciento– que evangélicos, que rondan el 9 por ciento de la población. Mientras que el 76 por ciento de los argentinos afirma que concurre poco o nunca a los lugares de culto.
El Anuario Pontificio también afirma que en la Argentina hay unos 5.648 sacerdotes. Y se calcula que en los últimos 20 años, 1.100 colgaron la sotana, se despidieron del anacrónico voto de castidad, dejaron el ministerio, en una época de cambios.
Y ahora, nuevo CEO. Tras la renuncia de Joseph A. Ratzinger –el primer “ex papa” de la historia–, el nombramiento del papa Francisco no sólo entronizó a Jorge Mario Bergoglio como el 266° pontífice, continuador de una larga y variopinta línea de personajes al mando de la Iglesia Católica. También lo instituyó como celebridad, una de aquellas personalidades que trascienden los límites geográficos y culturales de la Argentina y que propician identificaciones colectivas.
“La papamanía que se desató en la Argentina nos revela aún más respecto de la cultura y de la política locales que de la religión. Como Gardel y Maradona o póstumamente el Che y Evita, fue su ‘triunfo en el extranjero’ y la consecuente repercusión mundial lo que convirtió a Bergoglio, el arzobispo al que pocos tenían en cuenta localmente, en Francisco, el ‘de todos los argentinos’ –señala el antropólogo Alejandro Frigerio, investigador independiente del Conicet–. Esta dinámica de identificación colectiva y de creación de un nuevo héroe cultural local rebasa en mucho al ámbito de lo estrictamente religioso. Es una identificación colectiva (como ‘argentino’) que probablemente afectó poco a la identificación personal de cada uno como católico. O sea, nos pone más orgullosos ‘a nosotros como argentinos’ que ‘a mí como católico’. Por eso, el clamor o entusiasmo mediático por un ‘efecto Francisco’ que produciría una vuelta a la religión o a la Iglesia Católica suena, cuanto menos, exagerado. O, si lo hay, seguramente sea transitorio.” En el clima de reflujo de viejos tiempos y de cholulismo papal –las fotos de actores, deportistas, políticos junto al Papa se reproducen día a día dentro y fuera de las redes sociales–, una persona se convirtió en un tiempo récord –transformación express – en símbolo nacional, en un incitador de uniones, diferencias, similitudes y nacionalismos, en un personaje depositario del culto a la personalidad, el mismo que alimenta a los cantantes de rock y pop, a actores, jugadores habilidosos y dictadores.
El papa Francisco se erigió en una figura identificatoria de un sector de la nación, la nación religiosa, y al mismo tiempo se instaló en el epicentro de la narrativa patriótica, es decir, los relatos con que una sociedad se explica a sí misma como nación o, en términos de las recordadas palabras del historiador irlandés Benedict Anderson, como “comunidad imaginada”. Como práctica de exorcización emotiva, la religión tomó prestado el rol ocupado por el fútbol como operador de nacionalidad. La Argentina demostró nuevamente ser uno de los principales países productores de mitos del mundo.
“Alguien llega a ser un mito cuando por sus cualidades se eleva sobre los mortales y se le encarama como modelo de su profesión, deporte u oficio –detalla el filósofo de la religión José María Mardones en su ensayo El retorno del mito. La racionalidad mito-simbólica –. Así, merced al juego de los mass media actuales y de la publicidad, tenemos mitos más o menos coyunturales o persistentes del cine, el deporte y hasta de la ciencia”. Y ahora, la religión.

Patria y nación
“Todas las culturas han poseído alguna forma de sacerdocio, de individuos o grupo de individuos cuya función es la de actuar como intermediarios de la comunidad entre los mundos materiales y espirituales –escribe el filósofo estadounidense Matthew Alper en Dios está en el cerebro –. Aunque a este individuo se le llame chamán, sacerdote, rabí, swami , ensi , yogui, oráculo, místico, psíquico, médium, imán o papa, todas las culturas han poseído un miembro, grupo o casta semejante, cuya función es la de servir como guía y líder espiritual de su comunidad.” La figura del Papa –como el rey de reyes, el elegido– siempre tuvo su faceta magnética. Como dice el historiador francés Michel De Certeau en La debilidad de creer , más que promover temor o respeto, el religioso intriga. Fascina como algo oculto, al mismo tiempo que posee la naturaleza de un personaje perimido, como una reliquia de sociedades desaparecidas.
En el caso del papa Francisco, el núcleo promotor de intrigas y asombro suele ser localizado en su gestualidad, la retórica y proxémica del llamado “discurso de la humildad” que lo catapultó anticipadamente a la tapa de la versión italiana de la revista Vanity Fair como “personaje del año”: el haber viajado en subte y en colectivo, su fanatismo por San Lorenzo, su renuncia a las vacaciones de verano, su cercanía a los necesitados y a los enfermos, su predilección por besar y abrazar a quienes se le acercan. Lo que el antropólogo Gustavo Ludueña (Conicet-UNSAM-FLACSO) denomina el “ethos ascético” que caracterizaría su vida religiosa.
Toda esta orquesta de signos hace pensar que la efervescencia papal parece pasar más por los procesos de identificación nacional que por una identificación religiosa. “Sus gestos ya desde el inicio y un halo de humildad que rodea sus acciones tienen fuerza teológica por la densidad simbólica que tiene su investidura. Eso le da capacidad de influencia en las políticas vaticanas y también en el imaginario de los fieles –indica Pablo Wright, antropólogo especializado en religiosidad popular e investigador independiente del Conicet–. Para el caso de América Latina y la Argentina, desde su elección ya hubo una corriente de identificación de los fieles con un papa venido de la región, que ‘entiende nuestros problemas’, ‘que es humilde’, y ‘que va a cambiar las cosas’. Palabras más, palabras menos, esto se escuchó a través de todos los medios de comunicación gráficos, radiales, televisivos y por las redes sociales. O sea, dentro del mundo católico latinoamericano, sobre todo entre la gente, hubo simpatía, orgullo nacionalista en el caso argentino y también la buena dosis de humor en donde asombraba que uno de los mitos ideales argentinos, el ‘tener un Papa argentino’, se hubiera cumplido históricamente”.

El mercado religioso
Desde la mirada de la antropología de la religión, el catolicismo sufre desde hace varias décadas del asalto de una variada oferta religiosa, en lo que el filósofo estadounidense John D. Caputo llama “el mercado religioso”, allí donde florecen nuevas maneras de creer, con símbolos y rituales propios: de los herederos de la contracultura de los 60 a movimientos religiosos orientales como la Soka Gakkai y Sukyo Marikari, el culto al Gauchito Gil, cultos neopentecostales como la Iglesia Universal del Reino de Dios, de origen brasileño, o el movimiento Tenrikyo con gran cantidad de adeptos en Japón, todos ellos movimientos neoespiritualistas que se adaptan a los nuevos estilos de vida de la población.
Es un signo de época: las religiones institucionalizadas pierden peso. Las nuevas religiosidades, así vistas, ponen de manifiesto que en las sociedades modernas la religión no desaparece, se transforma.
“Por eso hablar de resurgimiento de la religiosidad no sería exacto desde el punto de vista antropológico. Pero si hablamos del catolicismo, ahí sí se podría pensar que la elección del papa Francisco pueda dar nuevas energías al complejo mundo católico, tanto en lo institucional como en lo popular –advierte Wright–. Ya observamos las nuevas dimensiones del espacio ritual frecuentado por el entonces cardenal Bergoglio que ahora se están transformando en casi santuarios y lugares de devoción. Este redimensionamiento del espacio también puede darse en el plano de acciones litúrgicas, peregrinaciones, acciones de caridad, organización de la juventud, y nuevos bríos a la evangelización. Pensemos que esto es lógico para quien es católico, pero para quien no profesa la religión tiene el peligro del etnocentrismo: instalar la idea de que mi verdad (católica) es la única verdad legítima y posible. Así hay que pensar muy bien qué efectos podría llegar a tener un resurgimiento católico dentro de un mundo plural y donde supuestamente hay libertad de culto.” Supuestamente.
En términos de exposición y de consumo masivo, el papa Francisco es tanto hijo del siglo XXI como lo es el cantante surcoreano PSY. Su imagen se difunde en el panorama mediático y repite como un virus, en una era en la que las creencias luchan entre sí en busca de nuevos consumidores. Instituciones adoctrinadoras de la imaginación, las religiones no se reinventan: se rehacen como lo hace cualquier otro género literario.
Ya lo asegura la escritora británica Karen Armstrong en su libro En defensa de dios : el sentido de la religión , el auge de la espiritualidad en el siglo XXI –¿acaso un regreso a la oscuridad irracional?– puede ser entendido no tanto como un intento para llenar los vacíos de la comprensión –¿de dónde venimos? ¿Adónde vamos?– sino, más bien, como un reflejo, una reacción: una consecuencia psicológica de nuestros tiempos de decepciones políticas, desesperaciones económicas y anemia cultural. La religión y su discurso tranquilizador y mágico abren un refugio frente al caos cotidiano de nuestra realidad. Ofrecen anestesia para la supervivencia. La papamanía es el síntoma de un mundo aún dominado por ángeles y demonios.

http://www.revistaenie.clarin.com/ideas/nuevo-mito-llamado-Francisco_0_959304070.html