martes, 10 de enero de 2017

¿POR QUÉ LA TRIBU DE LOS LAKOTA TIENE UNA DE LAS TASAS DE SUICIDO MÁS ALTAS EL MUNDO?



La historia de los Lakota jamás habría llegado hasta nosotros sin la labor de Phyllis Young. La llamada “Mujer que está en el agua”, denuncia que aún hoy, la comunidad internacional no reconoce los terribles crímenes comentidos contra el pueblo Lakota.

Los suicidios están devastando a las comunidades jóvenes descendientes de Toro Sentado que aún siguen siendo tratados como “bestias”, de acuerdo a la doctrina papal que trajo España en tiempos de la Conquista.
Esta líder amerindia forma parte de la Nación Dakota-Lakota y representante elegida para el consejo tribal de la reserva de Standing Rock. Junto a el líder Russell Means peleó 40 años defendiendo a los nativos. Este actor amerindio conocido por su papel de jefe Chingachgook en El último mohicano murió en octubre de 2012 de un cáncer de esófago, gracias a su gran labor como activista dejó un legado que lo consagró dentro de su pueblo.

Originariamente el pueblo lakota, de la tribu de los sioux, habitaba en las orillas del río Missouri. Tras la llegada de los europeos se vieron obligados a abandonar sus formas semisedentarias de vida y a volverse nómadas, ocupando de forma sucesiva los territorios situados en los estados de Minnesota, Dakota del norte y del sur, Nebraska y Wyoming. Esto no fue lo único que los condenó, se sumó el exterminio de los bisontes, el alcohol, las enfermedades y el Séptimo de Caballería. Ellos no olvidan aquella batalla de Little Big Horn (1876), en la que Sioux, el jefe indio, derrotó y mató al general Custer y a 210 de sus hombres. Jamás rindieron su libertad sin plantarle cara al enemigo.

Sin duda los Lakota han sobrevivido a increíbles odiseas, en 1890, la tribu fue perseguida, cazada y castigada en Wounded Knee; condenada a morir de hambre, ahorcada y masacrada. Todo por culpa de aquella batalla (Little Big Horn) en la que derrotaron militarmente a los Estados Unidos y al general George Custer catorce años antes. Pero no acaba aquí, en 1862 el presidente Abraham Lincoln firmó una orden ejecutiva en la que condenaba al ahorcamiento a 37 dakotas. Este acontecimiento sucedió a la par que ordenaba liberar a los afroamericanos. Posteriormente durante el 1978, se aprobó una orden en la que las culturas y costumbres indígenas fueron prohibidas por las políticas gubernamentales.

Pero, Hollywood tampoco dedicó jamás una película a la política de asimilación de su comunidad, institucionalmente promovida por el Gobierno norteamericano.
En los años 50 los indios fueron enviados a las ciudades, para mezclarlos entre el resto de la gente. Así que a día de hoy la mitad de la población indígena vive en los núcleos urbanos y el resto, en las reservas. En la reserva de Standing Rock, viven unas 8.000 personas, repartidas por Dakota del norte y Dakota del sur. Aproximadamente otros 8.000 de los viven fuera de las reservas, en diferentes ciudades norteamericanas.

Tras esto comenzaron los movimientos activistas en defensa de los derechos de los indígenas. La raíz de los movimientos de protesta fue posterior a la guerra de Vietnam en los sesenta, hispanos y negros articularon movimientos de defensa de sus derechos básicos. Así que a esto se sumaron los indios. Lo fundaron en Minneapolis para protestar por la brutalidad policial contra los indios. Después, se crearon oficinas en otros lugares como Oklahoma, Cleveland o Canadá. El colonialismo trajo consigo problemas terribles para las tribus.

En 1978, habían sido obligadas tres generaciones a acudir a las llamadas “boarding schools” (centros educativos establecidos a finales del siglo XIX para educar a los nativos de acuerdo a los estándares de vida euro-americanos). Hay que tener en cuenta que durante más de un siglo, a los indios se les había prohibido hablar su lengua y lo que es todavía peor, desde 1910 a 1978, se les prohibió la espiritualidad.

Era cierto que el “democrático” gobierno de los Estados Unidos no garantizaba la libertad de credo de los nativos americanos. En 1978 el Congreso aprobó un acta que garantizaba por primera vez nuestra libertad religiosa y el derecho a la vida, pues ese es el sentido ritual de la danza del sol: vivir.

Después de todo esto todavía algunos se preguntaran por que el suicidio se esta convirtiendo en una epidemia.

Hoy los Lakota tienen una tasa de suicidio semejante a la de Lituania o Rusia, los dos países con los índices más altos de Europa. El fenómeno comenzó a mediados de los noventa en la tribu, y aunque tienen algunos programas de prevención del suicidio desde entonces, no ha impedido que muchos adolescentes nativos sigan quitándose la vida.

Teniendo en cuenta que son una pequeña comunidad en términos numéricos, esto está devastando a su gente. Obviamente, el suicidio es el resultado directo de estar viviendo bajo condiciones de colonialismo, por la imposición de una cultura ajena, por el dolor intergeneracional transmitido a través de la memoria colectiva y originado por el expolio de sus tierras y la destrucción de su cultura y su lenguaje. Y aunque en otras culturas, como la japonesa, el suicidio puede ser algo honorable, en su cultura es contrario a su espiritualidad.
Sin duda la lucha sigue en pie, para poder refutar aquellas leyes aplicadas a través de los reyes de España, quienes enviaron sus conquistadores amparados por la idea de que los indios eran unas “bestias vagabundas”. De acuerdo a esa filosofía, las tierras de los indios podían ser tomadas libremente.

http://muhimu.es/diversidad/los-ultimos-indios-americanos/

lunes, 9 de enero de 2017

Mensajeros de la globalización.


Las fronteras no se trazan teniendo en cuenta las diferencias; las diferencias se buscan, se encuentran o se inventan en función de unas fronteras que ya han sido trazadas, o al menos así lo afirmó e ilustró profusamente el gran antropólogo noruego Fredrik Barth en su obra magna Grupos étnicos y fronteras. La organización social de la diferencia cultural (publicada en 1969).

Existe un deseo ferviente de buscar o inventar diferencias como forma de legitimar a posteriori la presencia de límites, para justificar la mutua separación y el doble lenguaje orwelliano, la táctica de las dos varas de medir y la diversidad de códigos de conducta pensados para favorecer y salvaguardar nada menos, y nada más, que muros de cemento de cuatro metros de alto, alambradas y cárceles o campamentos que aguardan a los intrusos.

Estamos viendo hoy cómo Europa se dedica a elevar las prácticas descritas por Barth, hasta ahora consideradas excentricidades de populistas sin escrúpulos, a la categoría de criterio legal autorizado y universalmente vinculante. La política que hasta hace poco se asociaba a un elemento marginal y errático de la sociedad europea está pasando a toda velocidad al centro del espectro político.

Esos nómadas sin hogar sacan a la luz la realidad de la (¿incurable?) fragilidad de nuestro confort

Desde el desastre ocurrido en octubre de 2013 frente a las costas de Lampedusa, “las políticas de los dirigentes europeos no han cambiado”, según escribía Maximilian Popp en su artículo Una mirada interna a la vergonzosa política de inmigración de la UE, publicado el 11 de septiembre de 2014 en Der Spiegel: “No existe casi vía legal para los refugiados en Europa: ni para la mayoría de los sirios, de los que muy pocos llegan a Alemania en condición de refugiados de cuota, ni para los iraquíes, ni para personas procedentes de países de África Occidental en dificultades. Quienes desean pedir asilo en la UE tienen que llegar antes de forma ilegal, en barcos de contrabandistas, ocultos en furgonetas o en vuelos comerciales con pasaportes falsos. La UE está cerrando sus puertas… La transformación de la Unión Europea en una fortaleza ha creado las condiciones que han causado tantas muertes ante sus fronteras. Muchos refugiados escogen la peligrosísima ruta del Mediterráneo porque Frontex está cerrando las rutas terrestres”.

A todos los efectos, la reacción de la UE ante la tragedia de 2013 en Lampedusa es una invitación permanente a sus innumerables repeticiones. La explosión de sentimientos fraternales desatada por la fotografía del cadáver de Aylan Kurdi ha sido breve, las fronteras de Europa están volviendo a fortificarse frente a los otros indeseados y las condiciones para entrar son cada día más estrictas.

Al mismo tiempo, las expresiones de solidaridad con los seres humanos que viven esta tragedia inhumana han quedado relegadas otra vez a los márgenes, de forma que el proscenio político queda a merced de los alarmistas, y el escenario público, en manos de la insensibilidad moral y la indiferencia. El debate político vuelve a recurrir al catálogo de argumentos más manidos, una mezcla de miedos económicos y de seguridad.

Hasta que nos enfrentamos a él, el desconocido sigue siendo extraño, incomunicado por naturaleza

En el debate actual no se ha estudiado suficientemente una de las causas fundamentales de esta respuesta apagada, tal vez la que inspira todas las demás reacciones. El hecho de que no podemos dejar de darnos cuenta de que la aparición masiva y repentina de desconocidos que llaman a nuestra puerta es un fenómeno que ni hemos provocado nosotros ni podemos controlar. No es extraño que, para muchos, las sucesivas oleadas de inmigrantes sean (parafraseando a Bertolt Brecht) “presagios de malas noticias”.

Nos recuerdan sin cesar lo que nos encantaría olvidar o, mejor aún, hacer desaparecer: unas fuerzas globales, distantes, que a veces se oyen, pero son intangibles, ocultas y misteriosas, y con la capacidad de inmiscuirse en nuestras vidas al mismo tiempo que desprecian e ignoran nuestras preferencias.

La verdadera culpa imperdonable de las víctimas colaterales de esas fuerzas, una vez que se han convertido en nómadas sin hogar, es que sacan a la luz la realidad de la (¿incurable?) fragilidad de nuestro confort y la seguridad de nuestro lugar en el mundo. Y por eso, por una lógica viciada, se tiende a verlas como unas tropas de vanguardia que están sentando sus cuarteles entre nosotros.

Estos nómadas, que no lo son de forma voluntaria, sino por el veredicto de un destino despiadado, nos recuerdan de manera irritante la  la fragilidad de nuestro bienestar

Estos nómadas, que lo son no de forma voluntaria, sino por el veredicto de un destino despiadado, nos recuerdan de manera irritante la vulnerabilidad de nuestra posición y la fragilidad de nuestro bienestar. Es una costumbre humana, demasiado humana, culpar y castigar a los mensajeros por el odioso contenido del mensaje que transmiten, en lugar de responsabilizar a las fuerzas mundiales incomprensibles, inescrutables, aterradoras y lógicamente resentidas que sospechamos que son las culpables del angustioso y humillante sentimiento de incertidumbre existencial que nos arrebata la confianza y causa estragos en nuestros planes de vida.

Y aunque no podemos hacer nada para controlar las asombrosas fuerzas de la globalización, escurridizas y lejanas, al menos podemos desviar el enfado que nos producen y descargarlo, por persona interpuesta, sobre sus consecuencias, que están cerca y a nuestro alcance.

Podemos, por así decir, exorcizar el impresionante espectro en una efigie. Como es natural, eso no sirve para cortar el problema de raíz, pero quizá puede aliviar durante un tiempo la humillación de nuestro infortunio y la incapacidad de luchar contra la precariedad inhabilitadora de nuestro hueco en el mundo.

Todo eso, repito, no toca ni de lejos las raíces de la tragedia humana que estamos presenciando, ni mucho menos la posibilidad de evitar que nos hunda aún más en las turbias aguas de la indiferencia moral y la inhumanidad; esas respuestas a este desastre humano equivalen a depositar los crueles dilemas que nos plantea, nuestras responsabilidades morales y nuestros remordimientos de conciencia en los hombros de otros, y, en una violación flagrante del imperativo moral categórico de Kant, hacer a otros lo que no querríamos que nos hicieran a nosotros.

Nos llaman a separar en vez de unir y, de esa forma, ayudar a las fuerzas globales descontroladas en el despliegue de su estrategia de divide y vencerás, la causa principal de esta catástrofe. Por muy costoso que sea ofrecer solidaridad a las víctimas deliberadas y colaterales de esas fuerzas, por muy dolorosos que puedan ser los sacrificios personales que se nos exigen ahora, esa es, a largo plazo, la única respuesta con posibilidades realistas de prevenir otros desastres humanos y el empeoramiento del actual.

Georg Simmel subrayó que el conflicto es un preludio a la integración: un instante de contacto, de impacto, un intento (fallido) de eliminar una mancha oscura de un paisaje limpio y la decisión de hacerle sitio en él. Hasta que nos enfrentamos a él, el desconocido sigue siendo extraño, extraño de pies a cabeza, incomunicado por naturaleza y de aquí a la eternidad.

El conflicto es llamar a una puerta completamente cerrada y pedir o exigir que se abra la mirilla y se examine con detalle al intruso. Los que están detrás de la puerta a la que es posible que llamen pueden reaccionar por adelantado instalando cerraduras más sólidas y rodeando la casa de cámaras de seguridad.

Si lo hacen, la comunicación —el camino real a la fusión de horizontes de Hans-Georg Gadamer— se rompe, o, mejor dicho, se corta de raíz. Simmel sugería que al margen de que el conflicto engendre amor u odio, puede proporcionar una salida de la jungla del aislamiento recíproco, aunque con la condición de que haya diálogo, que equivale al mutuo reconocimiento de que se comparte la condición humana; es decir, convirtiendo el muro de la frontera en un puente.

El primer obstáculo en la salida del aislamiento recíproco es el rechazo al diálogo: el silencio del distanciamiento, la falta de atención, el desprecio y la indiferencia. En lugar de amor y odio, la dialéctica del trazado de fronteras se concibe como una tríada de amor, odio e indiferencia o abandono.
Sobre el vicio o el pecado de la indiferencia, el papa Francisco dijo el 8 de julio de 2013, durante su visita a Lampedusa, el lugar y el instante en el que comenzó la marea actual de malestar y la posterior debacle moral: “Cuántos de nosotros, yo incluido, hemos perdido el rumbo; ya no estamos atentos al mundo en el que vivimos; no nos importa; no protegemos lo que Dios creó para todos, y acabamos siendo incapaces incluso de cuidar unos de otros. Y cuando la humanidad pierde el rumbo, se producen tragedias como la que hemos presenciado… Hay que hacerse la pregunta: ¿quién es responsable de la sangre de estos hermanos y hermanas nuestros? ¡Nadie! Esa es nuestra respuesta: no soy yo; yo no tengo nada que ver; debe de ser otra persona, pero desde luego yo no… En nuestro mundo, hoy, nadie se siente responsable; hemos perdido el sentido de la responsabilidad por nuestros hermanos y hermanas… La cultura del confort, que nos hace pensar solo en nosotros mismos, nos vuelve insensibles a los gritos de otras personas, nos empuja a vivir en pompas de jabón que, por bellas que sean, son insustanciales; ofrecen una ilusión vana y pasajera que desemboca en la indiferencia hacia los demás, incluso en la globalización de la indiferencia. En este mundo globalizado, hemos caído en la indiferencia globalizada. Nos hemos acostumbrado al sufrimiento de otros: no me afecta, no me preocupa, no es asunto mío”.

El papa Francisco nos llama a “eliminar la parte de Herodes que acecha en nuestros corazones; pidamos al Señor la gracia de llorar por nuestra indiferencia, de llorar por la crueldad de nuestro mundo, de nuestros propios corazones y de todos quienes, en el anonimato, toman decisiones sociales y económicas que abren la puerta a situaciones trágicas como esta. ¿Ha llorado alguien? ¿Ha llorado alguien hoy en nuestro mundo?”.

http://internacional.elpais.com/internacional/2015/10/29/actualidad/1446143608_413979.html?rel=mas