LA PREGUNTA no es nueva. Millones de jóvenes de distintas generaciones la han formulado alguna vez: ¿para qué sirve estudiar? El período de formación ha sido siempre considerado, y pareció inevitable, un tiempo de sacrificios y postergaciones en pro de algo que se prometía como mejor. Las arduas horas dedicadas al estudio, renunciando al mundo que bulle afuera, durante un período de la vida -la adolescencia, la juventud- que invita a la experimentación y la rebeldía. En cierta forma, la institución escolar siempre fue cuestionada, sentida como coerción, pero imprescindible por las mismas causas por las que se renegaba de ella, para la reproducción del sistema social, la preparación de las generaciones de recambio, la transmisión de técnicas y conocimientos acumulados por la cultura. Desde hace unas décadas, dos factores amenazan con más fuerza esa estabilidad: la pérdida de autoridad y prestigio del adulto en la sociedad, y el lugar material y simbólico que ocupan los medios masivos de comunicación y las nuevas tecnologías en el acceso al conocimiento.
Desde su nacimiento, la televisión se percibió como competidora del libro y factor de riesgo para los jóvenes y su formación. En los años `70 surgen los primeros cuestionamientos fuertes sobre sus efectos nocivos. Cuando los videojuegos llegaron al ámbito doméstico suscitaron nuevas alarmas, pero la aparición de Internet ha rebasado todas las posibilidades imaginables por las generaciones adultas de interacción a distancia y de acceso inmediato y casi irrestricto a páginas y contenidos distantes, abriendo el mundo de los jóvenes a posibilidades inusitadas y poniendo en jaque al sistema educativo. La bibliografía sobre el tema es cada vez más abundante e inabarcable: un reciente abordaje de Silvia Bacher, profesora de letras y conductora de radio y TV en Argentina, indaga los desafíos que puede proponer la escuela a las nuevas generaciones "tatuadas por los medios".
CRISIS DE LA ESCUELA O DEL SABER. La escuela moderna, dice Bacher, se basó en la transmisión del "saber hegemónico, incuestionable. Enciclopedista hasta la médula, funcionó como coagulante y motor de generaciones a las que se imponía memorizar como camino de aprendizaje". El libro, cuando menos el impreso, cumplió una función determinante en la adquisición del conocimiento. Hasta no hace mucho, el gran sostén de la escuela fue la memorización, sobreviviendo incluso a las innovaciones que desde comienzo del siglo XX pusieron el énfasis en la educación activa. La teoría avanzó en el sentido de dar importancia al alumno como agente del aprendizaje, a la acción en el aula como base para la producción de conocimientos, pero al momento de consolidar contenidos básicos, con frecuencia se recurrió finalmente al criterio de autoridad. La repetición de la palabra del maestro o profesor y de las lecciones del libro fueron los mecanismos privilegiados de apropiación y evaluación de los saberes. Métodos y contenidos estaban al servicio de un esquema indiscutible: la autoridad del docente, la convicción de que este sabía más que el alumno, y la necesidad práctica y cultural de apropiarse de contenidos tradicionales acumulados por las generaciones anteriores, cuyo lugar de irradiación era la institución educativa. A esas convicciones debe sumarse, como impulso a la escuela, el prestigio de la cultura y la seguridad de que la educación formal promovía el ascenso social.
Hoy la escuela está en crisis, buscando una identidad, y la opinión pública reclama cambios urgentes ante los signos del fracaso y la impotencia de ésta para asimilar los procesos sociales y cumplir con los cometidos esperados. Eso sucede ante la desesperación de las autoridades y actores del proceso educativo, acosados por las mismas preguntas e incertidumbres que quienes demandan. La crisis de la educación media, la más visible o aguda, y quizás la primera en manifestarse, ya se ha trasladado al nivel universitario: las preocupaciones por la motivación del estudiante, la didáctica, los métodos de enseñanza, que hoy ocupan buena parte de la agenda e inversión de la Universidad revelan, además de un avance de las ciencias de la educación, la fisura de un modelo. Hay evidentes señales acerca de que los más jóvenes no se acomodan automáticamente al viejo modelo. La educación parece asistir a un momento de cuestionamiento de sus métodos y objetivos. La necesidad urgente de cambio proviene del fracaso.
ENSEÑAR EN LA SOCIEDAD LÍQUIDA. La adaptación de la escuela a la "videoclipación que imponen las pantallas" tiene un primer riesgo que es el "simulacro de innovación", la dotación de equipamiento tecnológico a la enseñanza sin una estrategia didáctica precisa. El avance del Plan Ceibal en Uruguay, extendido ahora a Secundaria, llenará las aulas de computadoras, pero es posible, afirma Bacher, que aun cambiando las "conexiones digitales" no cambien las "conexiones entre actividades y prácticas dentro del aula". Y eso puede no deberse a que los docentes desconozcan el uso de la tecnología (cosa cada vez menos probable), sino a que no encuentren forma eficaz de incorporarlas al fin educativo: ofrecer a los estudiantes las herramientas para comprender la complejidad de un mundo que ha cambiado más rápido que los planes y programas.
La reconversión más importante que se exige a la escuela frente al avasallamiento tecnológico es abandonar la prioridad de los contenidos y la información, para convertirse en "incubadora de pensamiento crítico", desarrollando la capacidad de "preguntar, interpelar, producir, conectar, incidir y aportar a la construcción de sujetos autónomos". La autora de Tatuados por los medios, que atiende en especial las prácticas en zonas periféricas, propone desarrollar el espacio/tiempo educativo como "resistencia ante los dispositivos paralizantes del poder y el mercado". La escuela se debate entre la opción de "conservar su mirada ordenadora", producto de otro escenario histórico, o adaptarse al ritmo vertiginoso de la información veloz y cambiante, a menudo agotadora, de las sucesivas ventanas de Internet. Esa encrucijada interpela el fin mismo de la escuela: ¿qué sentido tiene aprender, si el flujo de información es tan veloz, si las preguntas cambian todo el tiempo?, ¿qué objetivos definir en un mundo donde todo es descartable?
La crisis que afecta a las instituciones se alimenta de la percepción de que los conocimientos más útiles se adquieren "fuera del aula" y que los alumnos saben más y pueden cuestionar al profesor. Entonces la escuela se convierte en un espacio de encierro y subjetividad disciplinada carente de sentido, porque la base que la sustentaba aparece permeada por otros valores. El tiempo escolar, lento y organizado respecto al dinamismo social e informativo que fluye en la red, puede reconvertirse positivamente, sin embargo, privilegiando el pensamiento y la reflexión, vehiculizando una perspectiva crítica y rehumanizadora -detenerse a mirar un objeto, pensar un problema, comentar un texto- necesaria para la construcción interior del sujeto.
AL MAESTRO CON CARIÑO. Muchos recordarán la impotencia del maestro encarnado por Sidney Poitier en aquella película de 1967, intentando en vano captar dos minutos la atención de sus inadaptados alumnos. Nadie con alguna experiencia o sensibilidad social pensaría que la culpa es de los alumnos porque no se adaptan, ni del maestro por escaso rigor o falta de conocimientos. De hecho, la historia llegaba al final feliz gracias al encuentro afectivo, personal, de maestro y alumnos. Lo más importante a aprender en el aula -parecía decir- es una manera de actuar, una forma de resolver conflictos, una postura ante la vida.
Más realista y menos optimista es el resultado de la reciente Entre los muros (Francia, 2009), en la que los pactos personales son momentáneos y no alcanzan para socorrer la vida de muchos y menos abrirle las puertas a un futuro mejor (Ver "La educación para bien y para mal", en El País Cultural N° 1082). La escuela, por su propia estructura disciplinaria y académica rígida, parece tener obturadas las posibilidades de operar eficazmente en la realidad, más allá de la buena voluntad de los maestros. El efecto de este problema en los alumnos está a la vista: desmotivación, deserción, violencia, son algunos de los síntomas de la incapacidad de la escuela para ofrecer soluciones para la vida. La otra cara de esta frustración aparece en el ya muy estudiado "malestar docente": excesiva carga horaria, baja autoestima, escasa compensación material y simbólica, sentimiento de no poder responder a las demandas sociales, frustración respecto a los resultados de su tarea, todo lo que se traduce en ansiedad, depresión y otros síntomas físicos y psicológicos.
El maestro también ha debido asumir otro papel frente a los cambios sociales que resquebrajaron la educación tradicional a partir de los rebeldes años sesenta, redefiniendo la relación triangular con el alumno y con el conocimiento, renunciando al saber como poder, para aceptar acompañar al educando en un proceso de aprendizaje que no está trazado de antemano y que supone una reconversión permanente de sus propios saberes. Es un camino más exigente y riesgoso, y no parece haber retorno.
MALOS ALUMNOS ELIGEN LA DOCENCIA. Parece claro que una de las bases de la transformación educativa es la formación de los futuros docentes. Un artículo publicado en El País (11/4/2010) suscitó alarma y polémica públicas, sobre todo por la difusión de algunos datos basados en un informe de los sociólogos Marcelo Boado y Tabaré Fernández (UDELAR). Las conclusiones de más impacto fueron las relativas al bajo origen socioeconómico de quienes optaban por las carreras docentes y sobre sus modestos antecedentes curriculares en secundaria.
El primer punto puede tener una lectura menos alarmista, si se piensa en una honrosa tradición nacional que ha hecho posible que alumnos de todas las extracciones sociales lograran y logren destacados niveles académicos, cargos y distinciones en la enseñanza y en todas las profesiones, gracias a la educación pública. Aunque es obvio que las condiciones de origen reducen las posibilidades -asunto que podría paliarse en parte con un más generoso sistema de becas-, no se ha demostrado que nacer en determinados barrios o en un hogar de bajos ingresos redunde necesariamente en un mediocre desempeño profesional, y notorios casos demuestran lo contrario. Quien encuentre en la educación un camino de ascenso, no tanto económico como cultural y, por tanto, personal, promoverá el ascenso de sus alumnos y la confianza en el sistema educativo, que es la base del progreso cultural de una sociedad.
El segundo punto plantea otras cuestiones. Las conclusiones difundidas del informe no indican que los problemas de ortografía, vocabulario y redacción sean más graves en los estudiantes de magisterio y profesorado que en otras carreras terciarias o en la educación pública que en la privada. Y un estudio que revelara esas distinciones -si las hubiera- interesaría más que nada a las Universidades privadas, a quienes importa la competencia por el alumnado. El objetivo de la educación pública no es competir con la privada, sino garantizar la mejor educación al mayor número posible de estudiantes y velar por un sistema de evaluación interna y externa que asegure el mejoramiento permanente. En un país de pocos habitantes y plazas acotadas, lo deseable es que los subsistemas públicos y privados se retroalimenten y no que compitan entre sí.
El otro aspecto ambiguo del debate está en la identificación de los "malos alumnos" con quienes no obtienen altas calificaciones, como si estas fueran medidas objetivas o universales inapelables y empleadas con iguales criterios en todas las instituciones. Debe pensarse con más detenimiento este nuevo fenómeno, quizás otro signo de una crisis: que quienes eligen la docencia no sean los más exitosos o mejor adaptados, como ocurrió en un pasado no tan lejano. Tal vez el móvil ya no sea la reproducción de ese modelo que la propia sociedad denuncia como caduco o vacío, sino una forma renovada de una arista que la vocación del educador siempre contempló: el compromiso con la superación del individuo y la transformación de la sociedad. Esto no significa, claro está, que la formación docente no tenga altas exigencias académicas -una de las principales causas de deserción, como en todos los cursos terciarios-, siendo de las que suman mayor carga horaria y cantidad de exámenes a rendir. Un estudio complementario al mencionado podría dar cuenta del nivel de formación alcanzado por los egresados, y tendríamos otra punta de esta enredada madeja.
TATUADOS POR LOS MEDIOS. Dilemas de la educación en la era digital, de Silvia Bacher. Paidós, 2009. Buenos Aires, 184 págs. Distribuye Planeta
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