El diálogo procede de una fuente más profunda y más interna que el estímulo que recibimos de los demás. Esta fuente puede ser llamada “silencio”, o tal vez “la sed humana de verdad”. Sin esta sed, el diálogo queda atrapado en un intercambio de opiniones superficiales. Si el diálogo ha de ser algo más que el simple manipular ideas, debe emerger de la dimensión más profunda de nuestro ser.
Si no soy consciente de mi contingencia, de mi ignorancia o esclavitud de mis deseos, y no estoy dispuesto a confiar de todo corazón y mente en una verdad que no es propiedad privada mía, entonces no estoy preparado para un diálogo maduro. El diálogo no es algo que pueda tomarse a la ligera. Requiere disciplina, madurez, humildad. La obsesión moderna por la certeza, traducida políticamente por “seguridad”, además de ser imposible, es patológica.
El diálogo auténtico empieza poniendo sinceramente en cuestión todas mis certezas, porque me he dado cuenta, por una parte, de que soy un recipiente frágil, y, por otra, de que en este mundo hay otros recipientes cuyo contenido a duras penas puedo imaginar. El diálogo es una actitud humana básica. Surge de la dimensión más profunda de nuestro “sí-mismo”, cuando descubrimos que ni somos absolutos ni estamos solos en este mundo.
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